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Histórias Esquecidas de Manuel Milho VIII

PT

Âmago

Mal os convites saíam do palácio, a notícia de mais uma festa dispersava-se por todas as bocas da cidade, e por isso ele sabia sempre em que dias ir esperar o corrupio interminável de coches. Posicionava-se o melhor que podia para conseguir ver quem lá ia dentro e só voltava para casa depois de a última carruagem partir. Não que lhe importasse a identidade ou o estatuto dos convidados de mais um baile ou banquete. Queria, sim, mirar as damas.

As mãos descontrolavam-se, trémulas, quando emergiam das portas dos coches as torres de cabelos, outras vezes perucas, ornamentados com fitas ou enrolados em estruturas de arame, prata ou até mesmo ouro. Os olhos desobscureciam com o mais ínfimo vislumbre das jóias cravadas de pedras preciosas, que como astros se exibiam em colares sobre peitos espartilhados, ou em brincos, pulseiras e anéis. Diante dos vestidos longos, as saias como cúpulas de tecidos luxuosos e cores nunca antes vistos, ornamentados com rendas e plissados e laços e plumas, o coração crescia-lhe num anseio pungente. De mão ao peito, deslumbrava-se com os perfis marmóreos de rostos alvos e faces rosadas, revestidos por densas camadas de pó, e tantos deles ornamentados com mouches de tafetá, musselina e veludo. Das poucas vezes em que o vento lhe levava breves notas dos perfumes que haviam sido borrifados atrás das orelhas, na linha do pescoço e entre as mamas reveladas pelos decotes, sustinha a respiração para guardar os odores dentro do peito, como se protegesse um tesouro. Detinha-se enredado na teia dos movimentos sedutores dos leques, usados ao estilo das cortes estrangeiras. E estudava, ávido, todos os gestos e poses e sorrisos e olhares que flutuavam à entrada do palácio, para os reproduzir repetidamente em casa, onde ninguém o visse.

Por estar sempre a espreitar em dias de festa, não passara despercebido. Todos os criados já haviam reparado nele e diziam, com a censura a revirar-lhes os olhos:

– Lá está aquele a mirar as damas outra vez.

– Bem que as pode cobiçar!

Nunca saberiam que ele não mirava as mulheres com malícia. Observá-las era o mais perto que alguma vez estaria de tocar as suas roupas, as suas jóias, os ornamentos dos seus cabelos, os seus leques. Era o mais perto que alguma vez estaria de sentir o gosto do batom que usavam nos lábios e os perfumes caros sobre a pele. Diante da porta do palácio, num recanto do outro lado da rua, ele sabia que observar as damas era o mais perto que alguma vez estaria de se vestir como elas. O mundo ainda podia negar-lho. Mas nem isso teria o poder de lhe destruir o âmago.

 

Samuel F. Pimenta

ES

Corazón

Así que las invitaciones salían del palacio la noticia de una fiesta más se dispersaba por todas las bocas de la ciudad, por lo que él siempre sabía qué días esperar el interminable ajetreo de carruajes. Se posicionaba lo mejor que podía para lograr ver quien iba el en ellos. No que le importara la identidad o status de los invitados de un baile o banquete más. El quería, eso sí, mirar a las damas. 

Las manos se descontrolaban, temblando, cuando emergían de las puertas de los coches las torres de cabello, otras veces las pelucas de la época, adornadas con contas o envueltas en estructuras de alambre, plata, o mismo oro. Los ojos se desentenebrecían con el más ínfimo vislumbre de las joyas tachonadas de piedras preciosas, que como astros se exhibían en collares sobre os los pechos encorsetados, o en pendientes, pulseras o anillos. Delante de los vestidos lagos, las faldas como cumbres de tejidos lujosos y colores nunca vistos, adornados con encaje y pliegues y corbatas y plumas, el corazón crecía en un anhelo acre. Mano al pecho, deslumbrado con los perfiles máximos de rostros albos y caras rosadas, recubiertas por capas de polvo densas, y muchas de ellas adornadas con mouches de tafetán, muselina y terciopelo. De las pocas veces que el viento le llevó breves notas de los perfumes que habían sido rociados detrás de los oídos, en la línea del cuello y entre las tetas reveladas por los escotes, sostenía la respiración para guardar los olores dentro del pecho, como si estuviera protegiendo un tesoro. Estaba atrapado en la red de los movimientos seductores de los abanicos, utilizados en el estilo de las cortes extranjeras. Y estudiaba, ansioso, todos los gestos y poses, y sonrisas y miradas que flotaban en la entrada del palacio, para reproducirlas repetidamente en casa, donde nadie lo viera.

Porque siempre miraba a los días de fiesta, no había pasado desapercibido. Todos los sirvientes ya lo habían notado y decían, con la censura revolviendo sus ojos:

“- Ahí está ello echando un vistazo a las damas de nuevo.”

“- ¡Pues él bien puede codiciarlas!”

Nunca sabrían que él no miraba las mujeres con malicia. Observarlas era lo más cerca que él jamás quedaría de tocar su ropa, sus joyas, los adornos de su cabello, sus abanicos. Era lo más cercano que alguna vez estaría de sentir el sabor del lápiz labial que llevaban los labios y los caros perfumes en las pieles. Delante de la puerta del palacio, en un rincón al otro lado de la calle, sabía que observar a las damas era lo más cerca que alguna vez estaría de vestirse como ellas. El mundo todavía podía negarle eso. Pero ni siquiera tendría el poder de destruirle su corazón.

 

Samuel F. Pimenta