PT
Linea Alba
Ele ateava o fogo. Pensou, era uma miúda perfeitamente banal.
Sobressaía a pele baça, estranhamente desidratada. Um tropeço ao caminhar próprio dos bêbados mas ela não bebia, nem tão pouco tropeçaria. Apesar disso, exibia nas pernas e braços e mãos – e cara, não esquecer as cicatrizes perto dos olhos a pontuar o rosto – uma inclinação para o desastre que nunca teria alcançado em completude. Talvez por isso a sensação de desdém para com os outros. Para consigo mesma, uma ideia intrusiva, querias mas não conseguiste e olha só, tão perto o despenhadeiro.
A boca muito fina, gretada, uma fenda no lugar dos lábios. Não se viam os dentes na fala cerrada e as sobrancelhas eram belas, talvez a única coisa cinematograficamente interessante naquele rosto deserto: moviam-se entusiastas, quase por auto-recriação, coroando uma mirada vítrea, densa, cruel, explicando sem rodeios que aquele olhar ainda não estava morto.
Pé ante pé, ela equilibrava-se nas rochas que antecipavam o último reduto da estrada, ignorando ser tão nova, e tão gasta, e tão íngreme na sua mobilidade de animal sadio sem cabresto. Traria consigo uma vaga esperança de recobro, como se no seu corpo pisado coubesse uma geração inteira de crianças cansadas que apesar da quebra, do trauma, dos totens quebrados, dos gatos chagados na rua, dos lagartos sem cauda, apesar de tudo isto ou talvez por tudo isto, crianças vadias mas boas, sobretudo inteiras, crianças a querer ser crianças, se as deixassem, um dia.
Fechava os olhos e lembrava-se dela, deitada na berma da estrada, cabendo na perfeição entre o limiar do chão de poeira seca, carregado do cheiro a gado que cagava e mijava e ali se deitava para aproveitar a sombra, e o abismo da ribanceira que dava para a encosta do rio. As árvores pontuavam a silhueta que tombava entre as pernas e o umbigo, esticado como tambor. Entre o pescoço e a linha alba, dois caroços incipientes, uma ideia de futuro, de género vindouro. Algo a concretizar.
Sem que ele pudesse antever a sua estranha omnividência, ela virou-se repentina, odalisca de gauguin por nascer – e fixou-o. Viu-o longamente por inteiro, só para depois voltar, devagar, a si mesma, sorrindo para dentro dos braços como um gato sonolento.
Uma parte de José queria poder matá-la ali, apropriar-se furtivamente daquela moldura, ficar naquele quadro que não voltaria. Ela tinha fechado os olhos (isso era tão raro) e por um segundo pareceu-lhe plausível que talvez coubesse ali, debaixo daquelas pestanas, um baú de coisas de medo do fim do mundo. Depois percebeu que queria matar por ter medo da morte, e encheu-se de vergonha.
Ele ateava o fogo. Ninguém notou a lágrima antiga que lhe atrapalhava a garganta, e se ali lhe perguntassem o nome dela não responderia, tão doloroso esse rasgo de ternura.
Havia nessa fogueira uma ausência aguda, um perverso amor adolescente, a perigosidade de um deslumbramento sem resgate.
Ateava o fogo, lembrava-se e pensava, nunca nenhuma linha me cortou assim tão branca.
ES
Linea Alba
El encendió el fuego. Él pensó, era una chica perfectamente banal.
Sobresalía la piel, sin brillo, extrañamente deshidratada.
Un tropezón al caminar como los ebrios, aunque ella no tomaba ni tan poco tropezaría. Mientras muestreaba en sus piernas y brazos y manos – y rostro, no olvidar las cicatrices cerca de los ojos puntuando el rostro – una inclinación para el desastre que nunca tendría alcanzado en completad. Mientras por eso la sensación de desdén para con los otros. Para consigo propria, una idea intrusiva, querías, pero no lo lograste, y mira el desfiladero tan cerca.
La boca muy estrecha, grietada, una fisura en lugar de los labios No se miraba los dientes en la falla cerrada y las cellas era bellas, quizás la única cosa cinematográficamente interesante en aquel rostro desierto: se movían entusiastas, casi por auto recreación, coronando una vítrea mirada, densa, cruda, explicando sin rodeos que aquella mirada no estaba muerta aún.
De puntillas, se balanceaba sobre las rocas que anticipaban el último reducto del camino, ignorando que era tan nueva, y tan gastada, y tan empinada en su movilidad como un animal sano sin cabestro. Traería consigo una vaga esperanza de recuperación, como si su cuerpo pisoteado contuviera toda una generación de niños cansados que, a pesar de la rotura, del trauma, de los tótems rotos, de los gatos en la calle, de los lagartos sin cola, a pesar de todo esto o tal vez por todo esto, niños guarros pero buenos, sobre todo íntegros, niños con ganas de ser niños, si se les permitiera un día.
Cerró los ojos y la recordó, tendida a la vera del camino, encajando perfectamente entre el umbral del suelo de polvo seco, lleno de olor a ganado que cagaba y meaba y se echaba allí a gozar de la sombra, y el abismo del precipicio que daba a la orilla del río. Los árboles marcaban la silueta que caía entre sus piernas y su ombligo, estirada como un tambor. Entre el cuello y la línea alba, dos bultos incipientes, una idea de futuro, de tipo venidero. Algo que alcanzar.
Sin que él pudiera prever su extraña omnividencia, ella se volvió de repente, odalisca de gauguin nonato, y lo miró fijamente. Ella lo vio durante mucho tiempo en su totalidad, solo para volver lentamente a sí misma, sonriendo en sus brazos como un gato dormido.
Una parte de José deseaba poder matarla allí, apropiarse sigilosamente de ese marco, quedarse en ese cuadro que no volvería jamás. Había cerrado los ojos (eso era muy raro) y por un segundo pareció plausible que tal vez hubiera, debajo de esas pestañas, un baúl de miedo-al-fin-del-mundo. Entonces se dio cuenta de que quería matar porque tenía miedo a la muerte y se llenó de vergüenza.
Él encendió el fuego. Nadie se percató del viejo desgarro que le obstruía la garganta, y si allí le preguntaban su nombre no contestaba, tan dolorosa era aquella ternura.
Había una ausencia aguda en este fuego, un perverso amor adolescente, el peligro de un prodigio sin rescate.
Encendió el fuego, recordó y pensó, nunca una línea me había cortado tan blanca.